Era una noche como cualquier otra en el corazón de la Ciudad de México. El oficial Sánchez llevaba años patrullando las calles del Centro Histórico, y aunque había visto de todo, desde ladrones hasta borrachos causando problemas, nada lo había preparado para lo que estaba a punto de suceder.

Era casi medianoche, y las calles, que normalmente estaban llenas de turistas y locales, ahora estaban desiertas. Las luces de los viejos faroles proyectaban sombras alargadas sobre el adoquinado. El eco de sus pasos resonaba en el aire mientras caminaba por una de las calles más antiguas, flanqueada por edificios coloniales. Todo estaba extrañamente tranquilo, demasiado tranquilo.

Sánchez tenía la costumbre de pasar por la Plaza de Santo Domingo cada vez que patrullaba de noche. Había algo en ese lugar que le inquietaba, pero no podía decir exactamente qué era. Tal vez era la historia del lugar, llena de leyendas de fantasmas y brujas, o tal vez simplemente era el peso de la historia que parecía colgar en el aire.

Al acercarse a la plaza, sintió un escalofrío recorrer su espalda. Algo no estaba bien. Revisó su radio, pero no había reportes de incidentes. Sin embargo, una extraña sensación de ser observado lo invadió. Se detuvo en seco frente a la iglesia de Santo Domingo, y allí lo vio.

A primera vista, parecía un hombre. Estaba de pie junto a una de las viejas estatuas de la plaza, mirando hacia el edificio con la cabeza gacha. Llevaba un sombrero de ala ancha que tapaba su rostro, y un abrigo largo que parecía ondear ligeramente, aunque no había viento. Algo en la forma en que estaba parado lo hacía ver fuera de lugar, como si no perteneciera a este tiempo o lugar.

Sánchez pensó que se trataba de alguien que se había quedado a dormir en la calle, tal vez un vagabundo o alguien en problemas. Se acercó despacio, alumbrando con su linterna.

—¡Oye, compa! ¿Todo bien? —le gritó.

El hombre no respondió. No se movió ni un centímetro.

Sánchez sintió un nudo en el estómago, pero decidió acercarse más. Cuanto más se aproximaba, más extraño se sentía. A medida que la luz de la linterna caía sobre la figura, notó que el hombre no proyectaba sombra, y su piel, o lo que fuera aquello bajo el abrigo, parecía demasiado pálida, casi translúcida.

De repente, el hombre giró lentamente la cabeza hacia Sánchez. El oficial se congeló. El rostro de esa figura… no era un rostro humano. No había ojos, ni nariz, solo una boca grotesca que parecía estirarse demasiado hacia los lados, como una sonrisa imposible, llena de dientes pequeños y afilados.

Sánchez retrocedió instintivamente, pero el hombre comenzó a moverse. No caminaba, no corría, sino que se deslizaba, como si no tuviera piernas, como si flotara a unos centímetros del suelo, acercándose lentamente, pero de manera implacable.

El oficial sacó su pistola, pero no podía moverse. Su cuerpo estaba petrificado por el terror. Quiso gritar por ayuda a través de su radio, pero las palabras no salían de su boca. La figura se detuvo a solo un metro de él, y su boca se abrió aún más, revelando una oscuridad infinita, como si fuera un pozo sin fondo.

De repente, una risa gutural, baja y fría, comenzó a emanar de esa boca. Una risa que no parecía humana, que no pertenecía a este mundo. Sánchez, finalmente liberado de su parálisis por puro instinto de supervivencia, dio un paso atrás y disparó.

El disparo resonó en la plaza vacía, pero el hombre no se inmutó. Las balas parecían atravesarlo sin causar ningún efecto. La risa continuaba, cada vez más fuerte, y la figura se acercaba aún más. El aire alrededor de Sánchez se volvió helado, y sintió que su respiración se cortaba.

En un acto desesperado, se giró y corrió lo más rápido que pudo. Podía escuchar los pasos, o lo que fueran esos ruidos, detrás de él, pero no se atrevió a mirar hacia atrás. Corrió hasta llegar a una de las avenidas principales, donde las luces y el ruido de la ciudad seguían vivos. Apenas cruzó la calle, los sonidos detrás de él cesaron. Se detuvo, jadeante, y miró a su alrededor. La figura había desaparecido.

Sánchez intentó recuperar el aliento, pero su corazón seguía latiendo con fuerza. Aún con la pistola en la mano, regresó rápidamente a la estación de policía. No sabía cómo explicar lo que había visto, y cuando lo intentó, sus compañeros lo miraron con incredulidad. Algunos rieron, otros lo tomaron como una broma, pero Sánchez sabía que lo que había visto esa noche no era una simple alucinación.

Durante semanas, evitó patrullar por el Centro Histórico. Los pocos días que tuvo que pasar cerca de la Plaza de Santo Domingo, siempre sentía esa misma sensación de ser observado, de que algo lo vigilaba desde las sombras. No volvió a ver a la figura directamente, pero cada vez que caminaba por esas calles, podía sentir una presencia, algo que no pertenecía a este mundo, pero que lo seguía, esperando el momento adecuado para regresar.

Esa noche, Sánchez supo que no estaba solo en las calles de la Ciudad de México. Algo más caminaba entre las sombras, algo antiguo, algo que nunca olvidaría. Y mientras contaba esta historia, con los ojos llenos de terror, siempre advertía a los nuevos policías que nunca, bajo ninguna circunstancia, se acercaran a la Plaza de Santo Domingo después de la medianoche.

Porque, según él, esa cosa sigue allí, esperando a que alguien más la vea.