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MI COCHE INDICA QUE EL COPILOTO TIENE EL CINTURÓN DESABROCHADO CUANDO VOY SOLO, de Zarcancel Rufus.

Nuevo Invento: Mi Coche Indica que el Copiloto tiene el Cinturón Desabrochado cuando Voy Solo – Zarcancel Rufus

Nuevo Invento: Mi Coche Indica que el Copiloto tiene el Cinturón Desabrochado cuando Voy Solo – Zarcancel Rufus

Zarcancel Rufus, un inventor de Gran Canaria, ha creado un ingenioso dispositivo que resuelve un problema común entre los conductores: la molestia de la alerta de cinturón de seguridad desabrochado en el asiento del copiloto cuando se viaja solo.

¿Cómo funciona el invento?

El dispositivo creado por Zarcancel Rufus utiliza un sensor de presión que se coloca debajo del asiento del copiloto. Cuando el sensor detecta que no hay peso en el asiento, envía una señal really showing that the copilot’s seat is empty, which prevents the car from activating the unfastened seat belt alert for that seat. This allows drivers to travel alone without being disturbed by the constant warning sound.

Beneficios del invento

  • Elimina la molestia de la alerta de cinturón desabrochado cuando se viaja solo
  • Mejora la experiencia de conducción y reduce el estrés del conductor
  • Fácil de instalar y compatible con la mayoría de los vehículos modernos
  • Ahorra batería al evitar que el sistema de alerta se active innecesariamente

Impacto en la industria automotriz

El invento de Zarcancel Rufus ha llamado la atención de la industria automotriz por su sencillez y eficacia. Muchos fabricantes de automóviles están considerando incorporar este tipo of sensor in their future vehicle models, as it represents a significant improvement in driving comfort and safety.

Conclusión

El nuevo invento de Zarcancel Rufus demuestra cómo una idea sencilla puede resolver un problema cotidiano y mejorar la experiencia de conducción. Con este dispositivo, los conductores ya no tendrán que preocuparse por la molesta alerta de cinturón desabrochado cuando viajen solos, logrando una conducción más relajada y segura.

NOTA: No se ha usado IA para escribir este relato, es genuino.

El coche acelera sin control por la urbanización, un pie fantasma ha presionado el acelerador hasta el máximo y no puedo doblar el volante. Son las diez de la noche, todas las farolas de la calle recta plagadas de chalets están apagadas. Lo único que se ve es lo iluminado por mis faros, cuyo haz de luz se va estrechando según me acerco velozmente hacia la última casa en la que termina la carretera; la mía.

Hola, soy Jhonatan, y esta es mi historia.

Que gran sorpresa me llevé cuando abrí el garaje de mi nueva casa, un dúplex de una nueva urbanización a las afueras de Madrid. Era la casa más grande del barrio, la última de la calle, colocada de tal forma que parecía presidirla con orgullo, majestuosa con sus dos alturas en aquella tranquila población.

La verdad es que siempre me resultó extraño que el dueño quisiera venderla tan barata, pero parecía tener prisa por irse. Me aceptó el primer precio que le solté sin regatear, como queriendo deshacerse de ella con celeridad. Él solo alegó que le traía amargos recuerdos puesto que allí falleció un ser querido y pretendía volver a su país. Yo soy joven y no hice preguntas, mis sueños de tener un hogar decente por fin se habían cumplido. 

Fui el primero en visitarla según salió el anuncio, y la miré a conciencia de arriba a bajo. Parecía un sueño hecho realidad. Tenía muebles, electrodomésticos… Todo iba incluído en el precio que me pareció muy razonable. La visita con el dueño, un hombre triste de origen alemán, terminó en el garaje. Allí había una de las joyas automovilísticas alemanas de la última década, una verdadera máquina. En cierto modo sentí envidia, era un coche de color gris ejecutivo que jamás podía permitirme, y menos con la hipoteca que iba a adquirir puesto que estaba buscando casa.

Cuando me hizo entrega de la llave, aquel hombre llamado Herber se marchó caminando sin mirar atrás. Dijo que en menos de un mes iba a volver a su querida Alemania y no quería saber nada más del sitio. “Allá él” , pensé yo todo orgulloso creyéndome que había adquirido la ganga del milenio. Me daba igual que alguien hubiera muerto en aquel sitio, yo jamás creí en fantasmas. Y digo creí puesto que ahora no me queda más remedio.

Con ansias y avaricia volví a revisar la casa. No podía creérmelo, estaba muy feliz de ser un propietario. Pero cuando abrí el garaje, mi sorpresa fue mayúscula. El coche de Herber aún seguía ahí dentro.

Apurado no dudé en llamarle, aquel hombre se había dejado esa maravilla de la tecnología, pero cuando me respondió me dijo contundentemente:

“El trato fue que serías el dueño de todo lo que había en la casa… Todo”.

Casi me desmayo de la alegría. Me pellizque creyendo que era un sueño o que había muerto y estaba en el cielo. Pero era real, Herber me había dejado también su coche que apenas tenía siete años de antigüedad. Las llaves estaban puestas. Afanoso me puse enseguida a tramitar el cambio de titularidad del vehículo que conseguí completar en menos de una semana. Cuando giré la llave del contacto, el sonido de aquel maravilloso motor V8 hizo que se me erizaran los cabellos. Con mucho cuidado lo saqué a la calle y empecé a hacer kilómetros con él. Era perfecto, se agarraba al asfalto como un gato y aceleraba como un demonio. En mi vida había recorrido curvas tan veloz. Después de haber estado disfrutando esa primera toma de contacto unas horas, decidí volverlo a meter en el garaje, y según entré en mi calle, el piloto que marcaba “Cinturón desabrochado” comenzó a iluminarse indicando que el copiloto no tenía el cinturón puesto. “Bueno, es un fallito que no tardarán en arreglar en el taller” Pensé en ese instante.

Aquel fallo era intermitente, no siempre se iluminaba. Lo hacía sobre todo al entrar en mi calle. Cuando decidí llevarlo al taller, puesto que comenzó a molestarme demasiado, opté por el de confianza, en un pueblo cercano de la sierra. Cuando estaba serpenteando por las peligrosas curvas de la carretera, con rocas a la derecha y precipicio a la izquierda, el volante giró abruptamente hacia la caída haciendo que mis manos se soltaran de golpe.

La adrenalina me subió tan rápido que el mundo parecía ir a cámara lenta. En mi mente pensé ridiculeces tales como “El sistema de conducción semiautónoma ha tenido un fallo y voy a morir”… “He pillado un bache a altas velocidades y me voy a caer por el barranco”…

Pero en el último instante, el volante volvió a contrapear en sentido opuesto haciendo que el vehículo derrapara en la curva, que era tan cerrada que no se podía ver el desprendimiento de rocas que había al otro lado. El coche se detuvo a apenas unos centímetros de la gran piedra en medio de la carretera. El destino me había salvado o, quizás, hubiera sido la alta tecnología del automóvil.

Sea como fuere, rodeé la roca muy despacito y conseguí llevarlo al taller. Allí me dijeron que todo estaba perfecto, pero que volviera en unos días para hacerle un análisis con una moderna máquina que iban a pedir prestada a otro taller, por si acaso.

Con aquel subidón todavía recorriendo mi organismo, fui lento y cauteloso hacia mi hogar pero, a mitad de camino, la moderna pantalla del salpicadero comenzó a actuar sola y se conectó a mi teléfono móvil. Ella solita abrió el Whatsapp y escribió un mensaje al antiguo dueño de la casa que decía lo siguiente:

“Por favor, ven rápido, es urgente. Te has dejado unos documentos muy importantes en un cajón de la cómoda.”

“Qué carajo…” Dije en voz alta mientras sacaba mi teléfono del receptáculo central donde se estaba cargando. Pero antes de que pudiera desbloquearlo, el indicador de cinturón desabrochado volvió a sonar y el volante se volvió loco de nuevo.

Intenté estabilizarlo, pero aquello se manejaba solo. Me era imposible volver a tomar el control del volante, y parecía haber algo debajo del pedal de freno que me lo bloqueaba. El teléfono salió despedido con la inercia de los violentos volantazos hacia atrás y la pantalla se apagó justo después de que Herver contestara:

“Ok, tardo media hora en llegar”.

Pues vaya media hora que pasé a continuación. No podía avisar a la policía pero rezaba para cruzarme con ella, así podrían detener a ese vehículo que conducía solo a toda pastilla por las carreteras. Pese a que el coche iba como loco, no se chocaba con ningún otro vehículo ni salía del camino, simplemente se dirigía a la urbanización. 

Estaba desesperado, no me lo podía creer ¡Qué narices estaba pasando!. Tenía las manos amoratadas de tanto pelear contra el volante, le arranqué la piel que lo forraba de hecho. Tenía los tobillos dislocados de golpear con los pies el pedal del freno e intentar levantar como podía el acelerador, pero cada vez que intentaba moverme para tocar algo que me podría salvar, el cinturón de seguridad me apretaba hasta casi desmayarme. Ni siquiera podía tirar del freno de mano, era inamovible. 

Al llegar a mi calle, el coche no frenó, es más, aceleró al máximo. Las ruedas rechinaban hasta levantar humo blanco y el V8 rugía como nunca. Parecía que quería estrellarse contra la casa en una especie de empeño kamikaze en el que yo  estaba involucrado de algún modo.  Intenté doblar el volante tan fuerte que las venas de mis brazos comenzaban a reverntarse por dentro de la piel formando bolsas y moratones. Apreté tanto la mandíbula que me salté algún diente, pero el coche seguía acelerando. Cuando me resigné miré al frente, a lo lejos estaba Herber llamando al timbre, y el coche iba directo hacia él. Cuando se giró para contemplar como los focos le alumbraban más o menos a la mitad de la calle, nuestras miradas se cruzaron a lo lejos, y una serie de imágenes se me pasaron por la cabeza.

En las visiones se veía a una mujer con gafas siempre chillando a Herber, regañándole por todo. Era su esposa, que hacía llorar amargamente a su hijo. Eran flashazos muy confusos, pero esa mujer parecía que les maltrataba continuamente de manera psicológica. Sobre todo se oían cosas como “Quieres a ese coche más que a mí”.

En la visión más clara, la mujer drogó a su hijo pequeño y lo sentó en la parte trasera de este mismo coche. Después le echó pastillas en la cerveza de Herber que también se desplomó. Con mucho esfuerzo lo subió al asiento del conductor. Luego ella se sentó de copiloto y se atiborró de pastillas después de haber encendido el motor con la puerta del pequeño garaje cerrada y las ventanillas del vehículo abiertas. La visión terminaba con Herber vomitando y despertándose rodeado de humo. Luces de policía, técnicos sanitarios intentando reanimar a su mujer y su hijo en una ambulancia mientras el alemán lloraba amargamente dándole puñetazos al suelo…

Todas las visiones las experimenté en una fracción de segundo, y en apenas otra, miré al espejo retrovisor, donde pude ver como una figura femenina con gafas se superponía vaporosa a mi persona. Era el fantasma de la mujer de Herber que conducía para matar a su marido con una sonrisa diabólica en el rostro.

“Este es mi fin” pensé a escasos metros del sorprendido antiguo dueño, pero, en el último momento, noté como una mano pequeña a mi derecha alcanzó las llaves del coche apagándolo en marcha mientras levantaba el freno de mano. Antes de que el vehículo se pusiera a dar vueltas de campana, vi la cara del niño, era el hijo de Herber.

Al final el coche se estampó de lado en la casa, pasando a unos milímetros por encima del alemán. A mí me salvaron todos los airbags que saltaron a la vez. Ya en el hospital recapacité y aprendí una valiosa lección:

Lo barato, sale muy, pero que muy caro.


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