Historia Real

Hace veinte años, Lucía se mudó con su esposo Marco y su recién nacido a una casa en un barrio modesto. Era un lugar laberíntico, donde las casas estaban tan juntas que los muros parecían susurrar secretos oscuros. La familia dejó atrás un pequeño apartamento sin divisiones en busca de comodidad, y la madre de Lucía encontró una casa que, aunque no era ideal, parecía un refugio mejor que su anterior hogar. La dueña de la casa, doña Griselda, era una anciana de aspecto sombrío, con un andar peculiar y un carácter amargado. Vivía sola hasta que un sobrino llegó a compartir el espacio, lo que llevó a la necesidad de alquilar la cochera de Lucía, aunque ella preferiría haberla mantenido vacía. Desde el principio, la casa sembró en Lucía una sensación inquietante. Durante las noches, crujidos y ruidos extraños interrumpían su sueño; parecía que las paredes hablaban, y cada paso que daba hacia la cocina la hacía sentir como si alguien la soplara en el rostro. Marco, ajeno a los horrores nocturnos, dormía profundamente. Una noche, tras haber acostado a su bebé, Lucía sintió una extraña presencia en el aire. Se despertó por una luz que iluminó el pasillo, pero el sonido del portón no se oyó. Con cierto alivio, volvió a acomodarse, pero un frío penetrante invadió la habitación. Su instinto de madre la llevó a buscar a su bebé, temerosa de que también él sintiera el terrorífico frío. Al regresar a su habitación, el hielo la envolvía, y buscando abrigo, sacó todas las mantas que pudo. Temblando, abrazó al niño junto a su pecho. Fue entonces cuando alzó la vista y vio algo indescriptible: una mujer vestida de blanco, con el cabello flotando, emergió del baño. Sin pies, levitaba, sosteniendo un cofre que parecía contener un oscuro secreto. Lucía se paralizó. Su corazón latía con fuerza, y cada segundo se volvía eterno mientras el rostro de la mujer se volvía hacia ella—un rostro sin rasgos, solo cuencas vacías que parecían devorar la luz. En un instante, la figura flotante se dirigió hacia la habitación del bebé y desapareció en la oscuridad, llevándose consigo el frío y la calma de la noche. Cuando por fin pudo moverse, Lucía logró salir de la cama y tomar su rosario, comenzando a rezar frenéticamente hasta que la luz del amanecer rompió el terror. Con el niño en brazos, cruzó el pasillo, cada sombra en la casa pareciendo advertirla de un peligro inminente. Lucía huyó hacia la casa de su madre,  convencida de que algo había cruzado esa línea del mundo. Y aunque el día despejado la esperaba, el miedo aún continuaría acechando, recordándole que en las sombras, siempre hay algo más que lo que nuestros ojos pueden ver.