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¿Quién tomó las riendas del corcel? Descubre el nuevo invento que revolucionará la equitación
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La vida y la muerte yacían sobre la palma de su mano. El soldado, mensajero montado a caballo, tenía que emprender un viaje de siete días, para entregar una carta al comandante de un fuerte militar. Mientras más avanzaba por el basto desierto, más aumentaba su duda. No sabía si en esa orden en papel, se esperaba una acción violenta o pasiva. El contexto no ayudaba demasiado, pues las tensiones entre los indios y los blancos se acrecentaron durante los últimos meses. Cuando se buscaba aclarar el origen, ambos bandos se tiraban la culpa. Los indios remetían contra violaciones perpetradas por los colonos, mientras que estos decían lo mismo de los indios. La situación cansaba constantemente; las emboscadas podían producirse en cualquier momento del día, como también la amenaza de una guerra india.
A pesar de no haber soltado ni una sola lágrima en los días en el infierno, su sonrisa había desaparecido para la eternidad. Y ahora, su cabeza daba vueltas, demasiados vaivenes. Cuando la incipiente y, por ahora, inexistente culpa lo arremetía, no tardaba en cubrirse con los antecedentes criminales de los marginados. Pero de nuevo, en sus ojos, en su mente, se le aparecía las imágenes de niños y mujeres inocentes. No pasó ni seis de los sietes días que, entre descanso y camino, no pensara en lo que hacía. Trataba de distraerse. Pero era complicado, el ambiente vaciante lo acorralaba contra sus pensamientos.
–Quizás le esté dando la mano a una atrocidad. –Decía en voz alta, mientras le daba agua al caballo.
Pero lo cierto es que el deber, aunque uno quiera o no, es deber. Por más que se imaginará el escenario de desertar, de no hacer llegar la carta, ya sea quemándola o extraviándola, además de ser perseguido y castigado, no frenaría nada. Sólo ralentizaría una masacre o un despliegue.
–Algún que otro pobre diablo tomará las riendas del corcel, y lo conducirá a fuego, o agua.
Si el mundo tuviera ojos, de seguro lo deberían haber estado mirando. De montaña a montaña. De ruinas a ruinas. De rocas a rocas. Avanzaba el soldado, hasta que su destino fue capturado por su vista. Qué curioso que, los días más duros para él, fueron entre tranquilidad, viento y silencio. Divisado por los vigilantes de la torre del fuerte, se le abrió las puertas de madera. El soldado cabalgó unos pasos hasta que se apeó, caminando otros tantos a pie, hasta llegar al frente del comandante, que lo miraba desafiante. Prestó saludo y respeto al alto mando y le entregó la orden. Puso toda su atención en el momento que el comandante abría el sobre y revisaba el contenido. Terminada la lectura, posó sus ojos del sobre al joven, y luego los dirigió hacia el pelotón.
-¡Soldados, vigilen el fuerte! ¡Sigan en sus puestos, la misión de exploración se cancela! –Ordenó y aclaró el comandante, quien se llevó la carta al bolsillo y, dando media vuelta, entró directo a su cuartel.
El rostro del joven cambió, y se iluminó. Fue aquella tarde en la que, apartándose hacia un rincón donde nadie pueda verlo, el soldado se autorizó desertar una lágrima.
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