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Carita de ángel. Capítulo 1

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Nuevo invento Carita de ángel – Capítulo 1

En un pequeño pueblo escondido en las montañas, una niña llamada Lucía hizo un increíble descubrimiento. Mientras exploraba el ático de su casa, encontró un antiguo libro de inventos olvidado durante décadas.

Intrigada, Lucía comenzó a hojear las páginas ajadas. Sus ojos se abrieron de par en par cuando llegó a una página titulada “Carita de ángel”. La página describía un asombroso invento, una máscara que podía transformar el rostro de quien la llevara puesto, dándole la apariencia de un ángel.

“¡Qué invento tan maravilloso!”, pensó Lucía. Sin dudarlo, decidió construir la máscara siguiendo las detalladas instrucciones del libro. Trabajó durante días, cuidando cada detalle.

Cuando finalmente terminó, se puso la máscara y miró en el espejo. Quedó asombrada. Su rostro ahora lucía una belleza angelical, con ojos brillantes y piel radiante. Lucía decidió compartir su invento con el mundo. Sabía que podía traer alegría y asombro a muchas personas.

Así comenzó la aventura de Lucía y su increíble invento, “Carita de ángel”. La noticia del milagroso hallazgo se propagó rápidamente y pronto todo el pueblo hablaba de ello. Pero Lucía aún no sabía que esta era solo el comienzo de una emocionante travesía que cambiaría su vida para siempre.



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Capítulo 1

      Ahí estaba Joaco, con sus mejillas ya tomando color. SI no tuviera la piel marrón, parecería un tomate. A pesar de que era mi sobrino, apenas nos habíamos conocido hacía dos semanas, en la cena de navidad.

           —Pasá. ¿Querés tomar algo? —le pregunté.

           Le regalé una sonrisa cálida, para que se relajara. Había intuido que iba a estar algo nervioso cuando estuviéramos a solas. Eso generó mucha ternura. En la fiesta de noche buena había estado igual. Pero aún así se animó a sacarme a bailar. No era ajena a la atracción que generaba en los hombres, como tampoco ignoraba que esa atracción no desaparecía por el simple hecho de tener lazos sanguíneos conmigo. De hecho, hacía años había tenido una tórrida relación con uno de mis tíos de la que me escapé con el corazón destrozado y la mentalidad pervertida. Esa noche varios primos y cuñados me miraron con mayor atención de la aconsejable, considerando que casi todos habían asistido con sus parejas. Pero Joaquín, de apenas dieciocho años, no contaba con esa restricción. Y a pesar de que claramente lo intimidaba, se animó a sacarme a bailar. Sentía sus manos transpiradas y veía el rubor de su rostro. Una de sus manos se aferraba a mi cintura cuando el ritmo de la música lo requería.

           Quise ser amable con él. Además, se lo merecía, pues había actuado con valentía. Quise quitarle al menos un poco de su nerviosismo. Conversé con él cuando nos cansamos de bailar y nos sentamos en la mesa repleta de platos dulces. Era el hijo mayor de Marina, una prima hermana con la que no me llevaba del todo bien, y con quien de todas formas no tenía mucho contacto. Sospecho que envidiaba mi libertad y mi belleza. Joaquín, Joaco para sus amigos, acababa de terminar la escuela y pretendía entrar a la universidad. Me comentó, al pasar, que tenía dificultades con el seminario de comprensión de texto. A diferencia de la mayoría de los chicos de su edad, él era muy hábil con los números, pero no con las letras. Nos agarramos de ese tema aburrido en medio de la celebración. Le comenté que yo había estudiado licenciatura en literatura, aunque jamás me había recibido; y le confesé además era escritora amateur, cosa que no compartía con mucha gente. Por fin logré que el pequeño se sintiera cómodo conmigo. Se veía encantador con esa camisa blanca abotonada casi por completo, y ese cabello con gel peinado hacia atrás. Estaba muy lindo con esa timidez extrema, pero con una arrogancia intelectual siempre brillando en sus ojos. Y entre una cosa y otra terminé comprometiéndome a que lo ayudaría con las clases de seminario, no fuera cosa que quedara excluido de la universidad por una sola materia.

           Y ahora me preguntaba por qué lo había hecho. Era evidente que no me veía con ojos de sobrino. Durante su niñez yo había estado ausente. Ellos vivían a tres horas del barrio en el que yo había crecido, y eso sumado a que nunca fui muy unida con su madre significó que ese sobrino no fuera más que un desconocido hasta esa fiesta inusualmente multitudinaria que había organizado una de las hermanas de mamá. Y ahora Joaquín se encontraba con una mujer que evidentemente la atraía, más allá de que era su tía.

Su timidez e ingenuidad hacían imposible que ocultara su atracción hacia mí. ¿Acaso me gustaba? Era apenas un niño. Quizás hasta era virgen. Lo único que podría brindarme sería esa lujuria incestuosa que había sentido únicamente con tío Eduardo. Siempre me venía a la mente Eduardo. Por más que me acostara con decenas de tipos cada año ninguno me brindaba el placer que me generaba él. No solo era un hombre atractivo y experimentado. Lo prohibido de nuestra relación hacía que cada polvo fuera infinitamente más intenso que cualquier otro. Siempre me dejaba al borde del desmayo. ¿Eso era lo que buscaba en ese chico atolondrado? ¿Reemplazar a tío Eduardo? ¿Volver a experimentar el placer en su máxima expresión?

           Le ofrecí un vaso de agua mientras se sentaba en la mesa que había puesto junto a la ventana. El cálido sol de otoño iluminaba todo el departamento sin necesidad de usar la electricidad. Me había vestido de manera sobria pero atractiva. Mi vanidad me hizo elegir un vestido azul acampanado. Lindo y sobrio, sí, y tampoco muy ceñido, pero que igualmente, cuando me movía, la tela se ajustaba a mi cuerpo dejando a la vista mis formas.

           Joaquín estaba con la cabeza gacha concentrado en el informe de lectura que le habían mandado a hacer en la facultad. Sus anteojos de montura gruesa brillaban por el reflejo del sol. Nuestro plan era simple. Él haría la tarea solo, en su casa, y luego me la mostraría a mí para que se la corrigiera y le aconsejara modificaciones.

           —Este texto particularmente me costó bastante —dijo, levantando la mirada tímidamente—. Hice lo que me dijiste: escribí el informe lo más rápido que pude, después de haberlo leído una sola vez —agregó después, preocupado. Era lo mejor que lo hiciera así, pues en el examen sería de ese modo. Con el tiempo limitado solo podría hacer una lectura y luego realizar el informe en poco más de media hora—. Pero igual me tomó una hora y media hacerlo. Y ni siquiera es un buen informe.

           Acerqué una silla a su lado. Joaco me miró de reojo. Me miró los senos apretados en ese vestido que, aunque fuera holgado igual no podían esconderlos por su considerable tamaño. Los desvió enseguida hacia mi rostro. Le sonreí, para que creyera que no noté su mirada desubicada, o que no me importó. Un alumno no debería ver de esa manera a su profesora, y un sobrino no debería ver así a su tía. Pero por el momento no se lo señalaría. Ya habría tiempo de hacerlo sufrir. Sostuvo la mirada en mi rostro, pero la bajó enseguida. Me pregunté si pensaba lo mismo que todos los hombres: si creía que yo tenía una “carita de ángel”. Tío Eduardo me decía así, desde chica, y siguió diciéndomelo cuando ya de grande me arrancaba gemidos en la cama. Carita de ángel. Piel blanca, pelo castaño, ojos color avellana, nariz pequeña y respingona, facciones que siempre generaban la sensación de ser más joven de lo que era. Mi piel era cuidada como un tesoro, no tenía manchas ni protuberancias e irradiaba un brillo sedoso debido a las cremas que utilizaba. A mis veintisiete años parecía un lustro menos. Y sí, cada tanto, cuando me cogían, cuando me quitaban la ropa y me poseían salvajemente, luego de eyacular, agitados y sudorosos, me acariciaban con ternura, como si temieran romperme, y me llamaban Carita de ángel. Un apodo que a veces era reemplazado por carita de nena. Este último me parecía más chocante, más violento. ¿Por qué a un hombre adulto le gustaba tanto acostarse con mujeres de rasgos aniñados?

           —A ver, mostrame —dije.

           Dejó la hoja entre medio de los dos. Arrimé la cabeza. Sentía su respiración mientras leía. Sentía su perfume. Se había puesto de más, quizás para impresionarme. La molestia en mi nariz fue compensada por ese gesto que alimentaba mi ego.

           Mi ego, uno de mis puntos débiles, junto con mi vanidad y mi lascivia. Los tres pecados capitales de Brisa Rebeca Maldini.

           —La introducción está muy larga. Creo que esto podría ir directamente en el argumento. ¿Qué te parece? —le dije, señalándole la parte del texto que debía corregir.

           Él arrimó su cabeza.

           —Claro. Entiendo —dijo.

           Levantó la vista. nuestros labios quedaron demasiado cerca, como en una berreta novela para adolescentes. Él miró los míos. Señal inequívoca de que deseaba besarme. A pesar de su timidez estaba yendo muy rápido. O quizás era yo que me comportaba de una manera que lo instaba a reaccionar así.

           —Y no te preocupes por el tiempo. Acordate que la primera vez te tomó dos horas hacer el informe, y era un texto más fácil —lo alenté, sentándome recta de nuevo.

           Sospechaba que para alguien como él fracasar en el ingreso a la universidad sería devastador. Era un nerd, y la poca seguridad que demostraba estaba relacionada con el intelecto. Así que de verdad quería ayudarlo. De verdad quería que triunfara.

           Le hice otras observaciones con respecto al marco histórico, y a la conclusión. Realmente no había mucho para hacer. Acordamos que nuestras clases durarían una hora, y Joaco vendría antes de ir a la universidad. Así que le propuse que reescribiera la introducción. Me puse de pie e hice de cuenta que me iba a buscar algo. Sentí su mirada subrepticia en mi cuerpo. Cuando terminó me puse detrás de él. Me incliné para leer el texto. Mis senos se apoyaron en su hombro. Agarré la lapicera y le marqué una falta de ortografía. El movimiento hizo que mis senos se apretaran más en él.

           —Gracias. Me re sirve lo que me enseñás —me dijo, cuando dejé de torturarlo con ese contacto tan estrecho  

           Quedaban al menos quince minutos de sobra. Podría ir a la universidad un rato antes, reunirse con sus amigos, repasar un poco con ellos. Pero yo le pregunté si quería tomar algo. Me dijo que un té estaría bien. Fui a la cocina. El departamento era pequeño. Joaquín me conversaba desde el living, pero al final se acercó. El agua estaba en el fuego. Abrí la alacena. Soy petisa, así que para hacer algo tan simple como eso tenía que ponerme de punta de pie. No soy de tomar té, sino café. El café está siempre a mano, pero el té estaba ahí arriba, medio escondido, así que no lo hice a propósito. No estiré mi cuerpo mostrándole mis piernas elastizadas y mi culo pomposo a propósito, no tardé más de lo necesario en esa posición a propósito, no fingí ser una chica torpe que necesitaba de la ayuda de un hombre a propósito.

           —¿Te ayudo? —preguntó Joaquín.

           Como es tan joven, y tiene esa cara de ingenuo, es fácil olvidar que es bastante alto. Aunque casi cualquier chico es alto en comparación conmigo. Estaba detrás de mí. Agarró la caja de té que yo no había terminado de tomar. Entonces lo sentí. Fue apenas un roce. Su pelvis se apoyó en mi trasero durante un instante. Un deja vu vino a mi mente. Cuántas veces había vivido algo parecido en el transporte público. Apretada entre el montón de pasajeros, de repente sintiendo una erección clavándose en mi cuerpo. Nunca hice nada por temor. Y ahora también me hacía la tonta, aunque esta vez no me sentí asustada ni incómoda, porque estaba pasando lo que había contribuido a que pasara. Me quedé un rato ahí, a ver si se animaba a hacer algo más, pero se apartó para sacar un saco de té de la caja. De todas formas, estaba segura de que lo había hecho a propósito.  

           Preparé dos tasas de té. Le hice preguntas de ascensor. Nada interesante. Solo quería que pasara el tiempo conmigo, y no quería incomodarlo tocando temas que para él serían muy complicados. Y lo de hace unos minutos quedó flotando en el aire. Se estaría preguntando si noté cuando se apoyó en mí. Debía de ser todo un dilema para él, porque si la respuesta era que sí, entonces no me había mostrado molesta, lo que podía leerse como que le daba permiso para hacer algo más. Si la respuesta era no, entonces si me ponía una mano encima corría el riesgo de que hiciera un escándalo. Pobre sobrino. Quizás debía darle una pista más evidente.

           —Lavo las tazas y bajo a abrirte —dije, cuando llegó la hora de que el pequeño se fuera—. Disculpá, pero soy un poco obsesiva, no puedo dejar la taza sucia.

           —No pasa nada. Si apenas te va a tomar unos segundos —comentó él.

           Se puso a mi lado. Agarró un repasador para secar las tazas. Se arrimó demasiado a mí. Su cadera tocó la mía.

           Desde chica tuve algo que iba más allá de mi belleza. Algo que despertaba en los hombres la sensación de que yo estaba siempre caliente. Que cada gesto, cada palabra, cada mirada eran para seducir. No lo hacía a propósito, me salía con total espontaneidad. Pero no dejaba de ser cierto. Quizás era mi propia calentura la que, sin darme cuenta, se reflejaba en mis gestos, en mis movimientos, en mis miradas. De hecho, mientras tenía a Joaco a mi lado sentía mi bombacha mojada y mi sexo hinchado. Supongo que en algún lugar de su mente él se dio cuenta de eso, porque de repente sentí su mano en mi cintura.

           No hice nada. Entonces Joaco me atrajo hacía él. Lo miré, fingiendo sorpresa, pero no dije nada. Arrimó sus labios a los míos. Un movimiento veloz. Casi lo logra. Lo esquivé. Reí nerviosa. Siempre reía en esas situaciones, y eso hacía que los hombres se entusiasmaran incluso cuando realmente no tenía ganas de nada. Intentó otro beso. Lo esquivé. Pero me besó la mejilla. Me la lamió. Dejó baba en mi piel. Su mano bajó hasta mi trasero. Lo palpó e intentó besarme por tercera vez.  

           Me aparté de él, con la cabeza gacha. Sequé las tazas y las guardé.

           —Vamos —dije, dirigiéndome a la salida.

           Joaquín quedó estupefacto. Luego agarró su mochila y me siguió.

           —Disculpá. Es que pensé que… —dijo.

           —¿Que te ibas a coger a tu tía? —pregunté.

           No me mostré molesta, y ya ni siquiera sorprendida. Me crucé de brazos, arrinconada en una esquina del ascensor. El trayecto sería demasiado corto como para que se animara a hacer algo más.

           —No vemos la próxima —dijo él, cuando nos despedimos en la puerta del edificio.

           No le respondí. Esperaba que por la noche le costara dormir. No era mi intención cogérmelo esa misma tarde. No porque no tuviera ganas, sino porque no quería hacérsela tan fácil. De hecho, que se fuera habiéndome manoseado era algo que iba mucho más lejos de lo que esperaba en nuestro primer encuentro. Que un chico tan tímido como él se animara a semejante cosa, solo se explicaba por mi habilidad de verme siempre excitada. Era mi karma y mi don. Pero también tenía que darle crédito a él.

           Mi idea era calentarlo de a poco. Que en cada encuentro se deleitara con mi aspecto. Que se sintiera con mayor confianza, que se animara a decirme cosas lindas. Luego me mostraría inaccesible. Lo haría sufrir. Antes de llevarlo al paraíso lo haría transitar por el infierno. Pero lo mantendría cerca, siempre con una pisca de esperanza, siempre impredecible, indescifrable. Quería cocinarlo a fuego lento. Ya tenía otros con quienes podría desahogarme con un polvo pasajero. Él en cambio era mi sobrino, mi sangre, él era lo prohibido, y quería disfrutar de cada instante de ese acercamiento clandestino. Pero todo se había precipitado.

           Me escribió ese mismo día, pidiéndome disculpas. Lo dejé en visto. Por suerte no resultó tan intenso como temía. No volvió a escribirme por ese día.

           Claro que lo perdonaría. Lo perdonaría, lo recibiría de nuevo en mi casa, y nos entregaríamos al verdadero amor, al amor incestuoso. Mi cuerpo temblaba de solo pensar en él. Aunque no tanto en él, sino en lo que provocaría en mi ser coger de nuevo con un pariente cercano. Tío Eduardo era el hermano menor de papá. Por la diferencia de edad que tenía con él no tenían una verdadera unión parental. Quizás por eso tío Eduardo no tuvo muchos problemas en cogerse a la hija de su hermano. O quizás simplemente era un degenerado como yo. ¿Qué hiciste conmigo tío Eduardo? Ahora ningún orgasmo parece lo suficientemente intenso, ninguna pija parece lo suficientemente hermosa, ninguna experiencia es lo suficientemente excitante. Y después de tantos años tomo la única salida que encuentro: emular lo nuestro, pero ahora con los roles invertidos. Ahora yo seré la adulta experimentada que gozará de un adolescente lujurioso. Ya pasó tu tiempo tío Eduardo.

           Y ahora estaba excitadísima. Mi putsycat tan hinchada que en cualquier momento mi bombacha se rompía. La sentía ahí abajo, entre mis piernas, jugosa y calentita. Pero no podía llamar a tío Eduardo. Me había costado mucho terminar con esa relación enfermiza. Además, ahora estaba en pareja. Lo que necesitaba era algo que alivie mi calentura con urgencia. Normalmente solucionaba estos percances autosatisfaciéndome. Pero ahora necesitaba algo más. Necesitaba el calor de otro cuerpo encima del mío, necesitaba la devoción que despertaba en ciertos hombres, necesitaba una verga hundida en mi sexo, que me sacudan en mi cama, que me lastimen y me hagan gozar a la vez.

           Vi en mi teléfono a los candidatos. Siempre tenía un “ganado” numeroso. Tipos a los que les contestaba los mensajes que me enviaban y con quienes me abría lo suficiente como para que pensaran que tenían alguna oportunidad conmigo. La mayoría no la tenía. O, mejor dicho, la tenían, pero nunca terminaban por materializarse. Me gustaba que quedaran prendidos de mí, que me buscaran incluso cuando ya estaban en pareja, que sufrieran, que soñaran conmigo, que me sintieran inalcanzable.

           Había un vecino. Ramiro. Siempre era exageradamente amable conmigo. Era chofer de Uber, y muchas veces me había salvado cuando debía viajar en horarios complicados. Era muy arriesgado tener algo con un vecino, porque si se enganchaban después era muy difícil sacárselo de encima. Pero era el que estaba más cerca, y yo necesitaba una pija con urgencia.

           Ramiro me había dicho varias veces que también hacía refacciones. Por lo que entendía no era especialista en nada, sino que sabía un poco de todo. Cosa muy poco conveniente si una quería que le hicieran bien el trabajo, pero para el caso estaba bien.

           Le mandé un mensaje, diciendo si podía subir a mi departamento. Pasaban los minutos y no me respondía. Me puse nerviosa, y furiosa. Dos minutos más sin responder y te juro que solo me vas a coger en sueños, fue mi amenaza imaginaria. Entonces me respondió. Me dijo que enseguida subía.

           Pensé en cómo lo haría. ¿Le regalaría sonrisas seductoras, me reiría de cualquier comentario que diría, le tiraría onda, me pondría en una pose sexy? Él estaba como loco por mí. Tenía una chica a la que se cogía cada tanto, pero siempre me escribía para iniciar alguna conversación. Me mandaba memes para que me riera. No era muy inteligente, pero sí muy ocurrente. Era el típico pibe canchero, al que no les falta las mujeres. Sabría qué hacer, se daría cuenta de las señales.

           Pero no tenía ganas de histeriquear, ni siquiera de entrar en el juego de la seducción. Me quité el vestido y el corpiño, quedando solo en tanga. Carita de ángel en pelotas. Quería ver su cara de sorpresa cuando se diera cuenta de que se sacó la lotería. Siempre había sido obvio en su deseo hacia mi carne, pero nunca había hecho algo concreto para demostrarlo. Solo un “qué linda estás hoy” en algunos de los viajes en donde me llevaba a visitar a unos de mis chongos de turno. Si mis otros pretendientes se enteraran de lo poco que hizo para que yo decidiera estar con él se sentirían muy decepcionados.

           Me tocó el timbre. Abrí la puerta, apenas, quedándome detrás de ella para que ningún vecino que anduviera por ahí casualmente me viera. Ramiro entró. Se quedó mirándome boquiabierto. Yo sonreí como una nena traviesa. Quise cerrar la puerta, pero alguien ejerció una fuerza opuesta desde el otro lado. Empujaron más fuerte, y entonces entró otro tipo. Un tipo al que no conocía. Mucho más grande que Ramiro. Pelo canoso, petiso, fuerte aunque no musculoso.

           —¿Y este caramelito? —dijo el tipo, cerrando la puerta a su espalda.

           Me cubrí las tetas. Miré a Ramiro.

           —Perdoná, no me había dado cuenta de que me llamabas para eso. Soy un boludo —dijo mi vecino.

           —¿Y él quién es? —pregunté, acurrucándome contra la pared.

           —Es un amigo, y sabe más de termotanques que yo, por eso lo traje —miró a su amigo—. ¿Por qué no nos dejás, Rubén? —le dijo, guiñándole el ojo.

           —Pero si la nena puede jugar con los dos —dijo Rubén.

           Se me acercó. Me acarició la cara. Sentí escalofrío. Miré a Ramiro. La cara de desaprobación que había puesto en principio se fue transformando en una de expectación. Descrucé los brazos. Mis tetas quedaron desprotegidas, a la vista de mi vecino y del cuarentón que acababa de conocer.

           —¿Segura que querés hacerlo? —preguntó Ramiro, demostrando más caballerosidad que la mayoría de los hombres con los que estuve.

           Claro que quería hacerlo. Estaba en tetas frente a ellos y mi conchita pedía a gritos que le entierren un instrumento duro y caliente en ese mismo instante. El hombre canoso me asustaba, pero la situación imprevista alimentaba mi morbo.

           —Claro que quiere —dijo Rubén, respondiendo por mí—. ¿No ves cómo está la nena?

           Se corrió a un lado, para que Ramiro me viera bien de cuerpo entero. Me gustaba que me dijera nena. Asentí a Ramiro. Él pareció profundamente decepcionado, incluso algo enojado. Seguramente estaba pensando que la mujer que tanto le gustaba era una puta. Todo un mundo imaginario en el que habitaba una versión idealizada de mí se destrozó en mil pedazos. Pero igual se acercó.

           Los llevé a mi cuarto. Rubén me magreaba el culo de manera obscena. Lo había conocido hacía dos minutos y ya me lo iba a coger. Ese era un nuevo récord. Me acosté boca arriba. Ellos deliberaron, murmurando durante algunos segundos. Seguramente estaban decidiendo la manera en la que me cogerían. Mirá lo que conseguiste Joaquín. Me dejaste tan caliente que me estoy entregando con una facilidad escandalosa a ese tipo que ni siquiera me atraía.

           Rubén empezó a besarme los muslos, y después subió hasta el ombligo y las tetas. Ramiro se quedó durante un rato de mero espectador. Rubén me quitó la bombacha.

           —Estás empapada, putita —me dijo, hundiendo el dedo en mi sexo.

           Ramiro parecía indignado, y esa indignación no iba dirigida a su amigo que estaba a punto de cogerse a la mujer que le gustaba, sino a mí. Rubén se quitó los pantalones y se puso el preservativo con una habilidad que solo se la había visto a tío Eduardo. Tenía una linda pija, petisa pero gruesa. Me la ensartó y se quedó inmóvil durante unos segundos.

           —¿Te gusta esto? —preguntó. Me agarró del mentón y me hizo mirarlo a los ojos—. ¿Te gusta mi pija? —Asentí con la cabeza. Él empezó a mover las caderas. Su verga se hundió casi por completo—. Decilo —dijo.

           No era muy original la verdad. A casi todos los hombres les gustaba decirme putita, y se volvían locos cuando les decía lo mucho que me gustaba sus vergas. Como premio solía ganarme que me dijeran putita de nuevo, o putita hermosa, o putita divina.

           —Si. Me gusta. Me gusta tu pija —dije.

           Miré a Ramiro. Pensé que su humillación había llegado a su límite. Rubén giró e hizo un gesto, como invitándolo a compartir el palto que se estaba devorando. Y entonces empezó a hacer movimientos pélvicos, lentos, pero contundentes, con los que hundía su pija tanto que sentía sus testículos peludos chocando contra mí. Sí, me gustaba esa pija. Me gustaba cómo me cogía ese veterano. Era experimentado y sabía usarla, marcando el ritmo adecuado. Y a él le gustaba cogerme. Estaba casado, veía el anillo en su dedo, y probablemente tenía en su casa a una cuarentona con sobrepeso. Y ahora se estaba comiendo a un caramelito que aparentaba veintipocos. Y todo caído del cielo gracias a su amigo. Esas cosas no pasaban todos los días.

           Entonces veo que Ramiro se sube a la cama. Está desnudo. Arrima su pija a mi boca. Es una pija larga y olorosa. Lo miro. Tenía la decepción pintada en la cara, pero eso no le iba a impedir desahogar su calentura. Pobre Ramiro, quién sabe qué fantasías se había hecho conmigo. Los hombres tendían a idealizarme. Pero mi carita de ángel era engañosa. En el fondo podía ser perversa. Y lo que le estaba haciendo a él no era nada en comparación a lo que le había hecho a otros hombres, a quienes les destrocé el corazón sin que se lo merecieran.

           Recibí la verga. El sabor dulce y ácido era muy intenso. El presemen ya estaba saliendo. Estaba transpirado y pegoteado. Agarré la base del tronco para ayudarme a chuparla. Pero Ramiro hundió su lanza con violencia, hasta que el glande tocó mi garganta. Golpeé su pierna, para que me liberara. Pero dejó su pija adentro durante algunos segundos largos hasta que la retiró. Tosí y escupí. Mis ojos lagrimeaban. Lo miré, suplicante, mientras el otro no dejaba de cogerme y de recordarme lo puta que era.

           —Despacio —dije, y en mi tono de voz había una promesa: que si me dejaba hacerlo a mi manera le haría ver las estrellas.

           Ramiro arrimó su falo de nuevo. Esta vez esperó a que yo me lo metiera en la boca. Su molestia remitió. Ahora parecía un amo sometiendo a su sirvienta. Le gustaba eso. A los hombres les gustaba eso. Verme debajo de ellos, desnuda, complaciente, sometida, entregada. Los hace sentir superiores. La mujer que se cruzaban en la calle, o que conocían de pasada, de repente estaba a su merced. La angelical chica inalcanzable ahora totalmente alcanzable, y dispuesta a aceptar las órdenes más obscenas.

           Lamí la pija de mi vecino. Ya podía presagiar el futuro con él. Su enamoramiento se iba a transformar en una lujuria obsesiva. Si volvía a llevármelo a la cama se convertiría paulatinamente en otro tío Eduardo. Pero no le daba el cuero para reemplazarlo.

           Rubén, con sus movimientos bruscos, hacía mi tarea oral complicada. Pero mi experiencia me permitió coordinar los movimientos de su embestida con las de mi boca. Succioné la pija de Ramiro. Escuché su gemido. Si había algo que me excitaba era ver el placer que generaba en los demás. En el fondo era una geisha. Solo me desprendí de ella cuando acabé. No, no fue mérito de Rubén, aunque él lo festejaba como si lo fuera. Ni siquiera fue mérito de Joaquín. Era mi calentura superlativa, el deseo de trasgredir las normas morales una vez más. Sí, me iba a coger a ese pendejito. Iba a enloquecerlo. Iba a hacerlo sufrir. Iba a marcar un antes y un después en su vida. Iba a enseñarle lo que era cogerse a una verdadera mujer.

           Todo eso me había dejado a punto caramelo desde mucho antes de que mi vecino y ese intruso entraran en mi departamento. De ahí venía el orgasmo, y no de esa linda pija con la que ese veterano me taladraba la concha.

           Ramiro acabó, sin siquiera avisarme. Al menos no lo hizo adentro, sino que enchastró mi rostro con su semen. Carita de ángel manchada con wasca. Ese contraste también solía volver locos a los hombres. Y por lo visto a Rubén también. Porque enseguida quiso imitar a su amigo. Dejó de penetrarme. Se quitó el preservativo. Se subió a la cama.

           —A ver, quiero ver esta cara de nena llena de leche —dijo. Y descargó su orgasmo sobre mí. Ambos eyacularon con abundancia. Sentía el líquido viscoso deslizándose por mi piel—. Qué pedazo de puta. ¿De dónde saliste, pendeja? —me dijo, mientras azotaba su verga, cada vez menos dura, sobre mi cara.

           Sali de tus sueños y tus pesadillas. Salí de todas las películas pornográficas que viste. Salí de las perversas entrañas del patriarcado.

           Me fui a lavarme la cara. Me puse el vestido. Les dije que tenía que irme enseguida. Por suerte no me molestaron. No sería la primera vez que un amante que temía no volver a verme se atrincherara en mi departamento para violarme durante todo el día.

           Cuando fui a dormir contesté el mensaje de Joaquín. “Te perdono, pero tenemos que hablar”, le respondí. Vas a sufrir pendejo. Vas a sufrir, pero también vas a conocer el paraíso.

Continuará…


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